viernes, 14 de septiembre de 2007

Quiero compartirles este artículo que escribí hace un par de meses, a partir de una reflexión sobre la literatura de mujeres.


Bienvenida…Casandra


Intentemos una reflexión, apelando a la figura de leyenda de Casandra, (en la traducción del griego: "la que enreda a los hombres"), princesa extranjera traída como botín de guerra, esto es, como esclava, por el patético átrida Menelao a su regreso victorioso de la guerra de Troya. Casandra fue condenada por los dioses a no ser escuchada. La leyenda registra el paso de un período matriarcal a otro patriarcal porque Casandra, hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya, fue sacerdotisa de Apolo, un dios lunar en las antiguas tradiciones, que pasó a la mitología griega como dios solar (masculino) con quien pactó, a cambio de un encuentro carnal, la concesión del don de la profecía. Sin embargo, cuando accede a los arcanos de la adivinación, rechaza el amor del dios; éste, viéndose traicionado, la maldice escupiéndole la boca: seguiría teniendo su don, pero nadie creería jamás en sus pronósticos.

Con el castigo de los dioses, que niega el “poder de la palabra femenina” –y de la participación social de su pensamiento, agregamos-, el camino al nuevo orden patriarcal queda abierto. A partir de entonces, Casandra ve el mundo, lo entiende, lo siente, pero sus palabras no son tomadas en cuenta porque pese a que se “oyen” no tienen más valor que el de los delirios de una loca. Nadie oirá su opinión, porque su carácter de “verdad” ha sido anulado, y junto a su antiguo poder femenino, declinará Troya, último baluarte de las antiguas culturas primitivas del egeo griego, hasta ser finalmente borrada de la historia por los “aqueos”, con su estructura patriarcal, que necesitan libre de oposición la ruta comercial de los Dardanelos para dominar el Mediterráneo.

Así, condenada a ser “inaudible”, sufre mientras ve morir a los suyos, sin que sus advertencias sean escuchadas; en silencio asiste a la destrucción de su pueblo; en silencio es convertida de princesa en esclava; en silencio pasa de ser virgen a concubina del conquistador; en silencio es expatriada –un castigo mayor en la escala de valores de los pueblos del Egeo-; en silencio es puesta como “la otra”, frente a la mujer de Menelao –la mujer en el nuevo orden, hermana de la “bella” Helena, mujer-objeto de la disputa en la leyenda. En silencio participa del mundo, intentando desgarradamente abrir el espacio vacío para dejar plantada una palabra de futuro.

La producción literaria femenina se ha abierto paso, lenta y penosa, como un hilillo de agua entre la displicencia hostil de un paisaje histórico donde los discursos de “poder” establecidos no sólo jugaron a hacer invisibles o insignificantes los discursos sometidos a él, sino que los colonizaron, introduciendo en ellos mecanismos de perpetuación.

Las leyes, la política, la economía, la religión son ámbitos de dominio discursivo masculino y hegemónico que dejan fuera –en el silencio- a los discursos disidentes, porque la condición de hacerse oír siempre exige, en la mecánica de la dominación, la complicidad con el lenguaje del poder, que como un gran agujero negro de la palabra, atrae hacia sí todo lo que pugna por tomar otra dirección que la de la fuerza impuesta.

La literatura surge del intento de una voz por hacerse oír de una manera “sugestiva”, integrando visión de mundo y belleza: donde, de un lado se manifiesta la voluntad de comunicar un mundo íntimo y propio, y de ponerlo en juego junto a los demás discursos sociales; y del otro, la necesidad de recurrir para ello a los medios lingüísticos y estéticos culturalmente establecidos que se resisten a la posibilidad de que “lo dicho” sea diferente. Se castiga con la indiferencia de omnipotente interlocutor la posibilidad de que nuevas voces sean manifestadas, interponiendo siempre mediatizaciones, ajenas a su propia construcción, que las subordinan, a la postre, a un “enmascaramiento”.

Pero la literatura de mujeres padece además, como en el resto de las situaciones sociales, de una doble discriminación. Aquella hacia el/la artista –homologado particularmente con el excéntrico, a partir de los valores burgueses que el romanticismo trae consigo, pese a su máscara de rebeldía- y aquella dirigida hacia el producto “femenino”, puesto en la historia junto a la producción de las/los esclavos, sirvientes, subordinados, analfabetos, compartiendo su nula participación en las decisiones históricas con infantes, locos, indígenas, enfermos seniles bajo la figura de la “interdicción”. Puesta en entredicho, esta voz carente de la “sensatez” necesaria, debe ser mediatizada por otro que la “represente”, de acuerdo con los requerimientos del poder.

Recuérdese que hasta hace apenas medio siglo en la mayoría de los países llamados “civilizados” las mujeres éramos consideradas “incapaces” legalmente para decidir sobre nuestro patrimonio, sobre nuestras acciones públicas, sobre nuestros derechos y aún ocurre en la mayoría de los países del globo que no podamos decidir sobre nuestros cuerpos.

Esta figura legal, bien sirve al abordar la creación literaria de mujeres, para separar el trigo de la paja: en el ejercicio de la producción escritural se implica un doble gesto, si se quiere anular la “mediatización”: saber quiénes somos y crear un lenguaje propio que nos muestre, sin interferencias.

La expresión literaria de “las mujeres” ha pasado por diversas etapas, marcadas siempre por la batalla por instalarse como un discurso de “interés”, apelando a voces enmascaradas, a transformaciones sociales que han jugado un papel importante en las transformaciones culturales y simbólicas, pero también ha tendido a incorporar las voces, los géneros y los registros establecidos desde los “saberes” y los “quehaceres” propios de la creación masculina. Esto, si bien ha inclinado cuantitativamente la balanza hacia la visibilidad del género femenino, en medio de los registros dominantes, no ha significado todavía una real apertura hacia su lenguaje, hacia su pensamiento y expresión auténtica, porque resulta arduo desafiar a los discursos instalados para intentar los caminos más audaces de la resistencia a la fuerza aniquiladora del poder centrípeto.

La des-construcción, la desmitificación, la denuncia, la deslegitimación no son aún acciones suficientes, porque nos instalan desde la “negatividad”, cuando debiéramos ser “positivamente” transmisoras de un mundo literario original que traspase las barreras de la adjetivación usual de “difícil”, “raro”, “incomprensible” “experimental”, para referirse a los textos que más indagan sobre nuestra realidad, desde un lenguaje propio capaz de expresarla cabalmente.

Si el registro de la producción literaria de mujeres ha crecido enormemente en los últimos años, gracias a un impulso editorial obediente a las leyes del mercado, y hay objetivamente una mayor demanda de “escritoras”, motivada por un creciente público lector femenino, no hay en realidad una “feminización” auténtica del lenguaje, de los géneros, de las estructuras. Una mayor independencia económica de las mujeres genera condiciones de decidir, entre otras cosas, qué leer (ya es un paso); sin embargo, las leyes del mercado editor se inclinan por productos masivos que raras veces escapan a una visión sistémica, donde la mujer sigue ubicada en el registro menor. Podemos ser registradas, en tanto escritoras; pero en tanto mujeres, seguimos “interdictas”.

En la historia de la producción literaria de mujeres, ha habido muchas, cientos de Casandras. Algunas, optaron por el discurso oficial –o de una cordura auspiciada por el o los discursos dominantes, sin luchar por abrirse paso, aceptando las reglas impuestas, sin reconocer que mientras el sistema permanezca sordo, el silencio seguirá siendo el ámbito marginal donde se refugie, cabizbaja, la palabra inicial, sabia, poderosa de la mujer. Aceptar ese silencio como un mecanismo mutilante es el primer paso; el siguiente, la lucha social por la reafirmación de que la palabra de mujer debe ser finalmente oída, tal y como es, con su particular sentido y su particular belleza, con su “verdad propia”, para crear un “común sentido” y una “común belleza” en un mundo donde no exista la “interdicción cultural” como mecanismo de control social. Las lectoras tenemos mucho que decir al respecto, porque la elección jamás es ingenua.


Carolina Ferreira S.

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